lunes, 18 de diciembre de 2017

Invitación a la incoherencia

A la coherencia se le trata como la virtud por excelencia en lo moral, en lo político, y en la vida cotidiana. A quien se considera coherente se le valora y se le admira por eso. Y quien se considera a sí mismo coherente se enorgullece de ello, y lo exhibe como prueba de su carácter virtuoso. “Lo que más le admiro es la coherencia”. “De él pueden decir lo que sea pero al menos es coherente”. “Siempre ha sido coherente, de una pieza”. “Uno tiene que ser por lo menos coherente”. “Yo siempre he sido coherente”. Cualquiera de nosotros ha oído estas frases y otras similares repetirse en los ámbitos del discurso cotidiano, de los juicios morales y de la política. En esto, creo, nuestra sociedad está profunda y gravemente equivocada.

Y ese error, ese error que se repite y que aprendemos a repetir, nos sería más evidente si nos detuviéramos a pensar en lo que de verdad implica esa admirada coherencia. Veríamos, por ejemplo, que para ser coherente o consistente hay que renunciar al ejercicio de facultades humanas que son, ellas sí, verdaderamente virtuosas. Y veríamos, además, que en aquellos dos ámbitos donde más se admira la coherencia y más se presume de ella, el moral y el político, la coherencia es o imposible o es falsa: esto por cuanto en el mundo mismo de la moral y de la política no hay coherencia ni armonía; lo que hay es diversidad, complejidad, y permanente choques de perspectivas, valores, y expectativas. Los hay incluso dentro de cada persona individualmente considerada.


Para ser coherente hay que renunciar al ejercicio de verdaderas virtudes

Cuando se admira o se valora a alguien por ser coherente, generalmente esto obedece a que dicha persona:


  • Ha sostenido sus posiciones de manera inalterada a lo largo del tiempo.
  • Ha defendido el mismo conjunto o sistema de ideas.
  • Expresa con convicción firme esas ideas que ha sostenido y preservado.
  • Frente a diferentes circunstancias (sobre todo en asuntos políticos) tiene siempre las mismas respuestas. 
  • Frente a problemas morales múltiples y diferentes, mantiene siempre los mismos principios y produce siempre juicios similares.


El problema radica en que, para poder alcanzar esa coherencia, hay que renunciar al ejercicio de ciertas capacidades humanas. Y hay mucha más virtud en esas capacidades y en su ejercicio que en la consistencia que resulta de la renuncia a las mismas. Esas capacidades son:


  • La disposición a cambiar: esta capacidad suele implicar grandes esfuerzos y sacrificios, pero sin ella es imposible el progreso humano, individual, moral, político y material.
  • La capacidad de autocorrección: esta es una aplicación muy especial y valiosa de la disposición al cambio. Prácticamente en todos los ámbitos, sólo sobreviven, crecen, se enriquecen y triunfan aquellas personas, aquellos sistemas de ideas, y aquellas sociedades que son capaces de reconocer que van por un curso erróneo, y ellas mismas decidir corregirlo. 
  • La capacidad de ver cada caso con sus particularidades y su contexto: cada situación humana, cada situación social y política, tiene un contexto y unas particularidades que la hacen única; y aunque las experiencias de situaciones anteriores son valiosas, y siempre es necesaria la aplicación de principios, nociones y reglas generales, la persona sabia y prudente examina los rasgos y el contexto de cada situación, y los tiene en cuenta antes de emitir sus juicios. Claro, ello es difícil, requiere más trabajo, y puede producir a veces la angustia de no tener lo que a la mayoría de los humanos tranquiliza: respuestas inmediatas, fáciles de digerir, y que satisfagan lo que ya creemos. Siempre se la ganarán más fácil (sobre todo en el mundo moral y político) quienes ante cada nueva situación tiene respuestas preelaboradas. Pero esas respuestas van a ser necesariamente mediocres, estériles e inexactas. 
  • La capacidad de escuchar: he notado que quienes presumen de coherentes son los primeros en hablar, y esto es entendible: la persona coherente no necesita escuchar, porque ya sabe lo que cree. Pero escuchar es la mayor de las virtudes del ser humano en su dimensión deliberativa, la cual va desde las conversaciones con nuestros amigos hasta nuestras decisiones políticas: el ejercicio aquel de reconocer lo particular de cada situación y su contexto, por ejemplo, es imposible sin una disposición a escuchar y a aprender. Inmensos y costosos errores se han cometido en la vida humana y en la vida política por la falta de voluntad de escuchar. 
  • La disposición a incorporar otras perspectivas: la persona que presume de coherente se apega a lo que piensa, y por ello su pensamiento nunca se enriquece. Las ideas se enriquecen y se multiplican en el contacto con otras: porque se ponen a prueba, porque corrigen sus deficiencias, porque potencian sus virtudes, y porque incorporan nuevos aportes que les abren nuevas posibilidades. 
  • Y por supuesto, el esfuerzo de pensar: no hay nada más fácil que ser coherente. Basta con apegarse a una misma idea y aplicarla a cada circunstancia. No hay que pensar mucho, y pensar es difícil. De hecho es una de las actividades que más consume energía, y que, siguiendo el famoso modelo de Daniel Kahneman, más requiere la intervención de esas funciones no automáticas de la mente que tanto trabajo nos cuesta activar. 


Por ello, cuando alguien presume ante mí de ser coherente, y espera que por eso le vea como persona virtuosa o admirable, yo veo a alguien cerrado, que le tiene miedo o pereza al cambio, que no le gusta escuchar, que no se interesa en otras perspectivas, y que prefiere ahorrarse el esfuerzo de pensar. Y en eso no veo nada de virtud.

La coherencia es imposible en el universo moral y político

La coherencia moral y la coherencia política serían más sensatas, y de hecho serían una virtud admirable, si el universo mismo al que se refieren fuera coherente, fuera consistente, y no hubiera dentro de él ningún asomo de choque o contradicción. Pero basta una mínima experiencia de vida para darse cuenta de que ello no es así: los ámbitos de lo moral y lo político se caracterizan, precisamente, porque en ellos no existe una consistencia total y armónica: los conflictos de creencias, valores, expectativas y perspectivas son por el contrario el elemento más característico de estos ámbitos.

En cualquier sociedad, las visiones, las expectativas y los valores son múltiples y no son necesariamente armónicos. De hecho chocan todo el tiempo, y el hecho de que choquen, como observaba Isaiah Berlin, no significa que uno de ellos sea el correcto y los demás incorrectos. De hecho, ni siquiera podría afirmarse que una de las perspectivas en conflicto es buena, deseable y bien intencionada en perjuicio de las demás (1). La realidad de la vida política y social es la contraria: creencias, valores y perspectivas que chocan todo el tiempo, y son todas ellas valiosas y bien intencionadas. Por eso, las sociedades se ven obligadas todo el tiempo a tomar decisiones, a hacer sacrificios y a buscar acuerdos: en una sociedad deliberativa y democrática, no hay posibilidad alguna de avanzar si no hay ejercicios conjuntos en los que cada sector cede en algo. Y el producto terminado de la buena deliberación social social siempre es imperfecto, discontinuo, irregular e incoherente. Lo contrario, las soluciones armónicas, consistentes y continuas, sólo se pueden construir mediante la represión. Como dicen Amy Gutmann y Dennis Thompson, la incoherencia interna de los acuerdos sociales y políticos debería ser un indicador de éxito de los mismos, pues “indica que el proceso democrático respeta los diferentes principios y valores que compiten entre sí” (2).

Y nada diferente sucede en el mundo moral individual: no hay mayor mentiroso que quien presume de su propia coherencia moral. Toda persona ha experimentado dentro de sí misma el conflicto entre diferentes valores. Y al igual que ocurre en el ámbito social y político, ello no significa que en ese conflicto se pueda fácilmente designar al bueno y al malo, al correcto y al incorrecto: de hecho, una de las grandes dificultades de la vida humana consiste en que todo el tiempo, dentro de cada uno de nosotros, entran en colisión valores o aspiraciones que son igualmente buenos y dignos de consideración. Para citar nuevamente a Isaiah Berlin, “Los conflictos de valores son parte de la esencia misma de lo que somos, y de lo que son los valores” (3). Aspirar a ser moralmente coherente es un empeño vano, que solo conduce a la farsa o al sufrimiento. A lo que sí podemos y deberíamos aspirar, pues es un empeño grato aun cuando es difícil, es a volvernos buenos administradores de la incoherencia natural de nuestro mundo moral: a ser prudentes, a ejercer el autocontrol, a tener consideración por los demás, y a ser buenos negociadores con nosotros mismos: a saber cuándo y en qué circunstancias un valor o una aspiración debe ceder total o parcialmente en virtud de un objetivo.

Incoherencia de la mala

Por supuesto, hay ciertos tipos de incoherencia que sí merecen rechazo, pues no son motivados en el ejercicio de las virtudes que aquí hemos enumerado, sino que obedecen a motivaciones deshonestas. Caso por excelencia es el del político que con frecuencia cambia de bando o de posición, no como producto de un examen interno de sus ideas, no por la consideración de nuevas circunstancias, sino porque espera obtener favores políticos, personales o monetarios derivados de su cambio de opinión.

Sin miedo a la incoherencia

Esta es una invitación a perder el miedo a ser llamado incoherente. Una invitación a que exhiban con orgullo su incoherencia, como evidencia de que son personas que hacen el esfuerzo de pensar; que tienen capacidad de cambio, de autocrítica y de autocorrección; que tienen la disciplina de estudiar el contexto de las situaciones antes de pronunciarse sobre ellas; que escuchan con atención y tienen siempre la disposición de aprender; que se interesan por las perspectivas de los demás, y las utilizan para enriquecer las suyas propias; y finalmente, que tienen la capacidad de vivir sin represión de sus propios conflictos internos de valores y aspiraciones, y más bien los administran con prudencia y sensatez.

Es una invitación a escuchar a Emerson, quien en un famoso ensayo hizo un llamado similar:

“Supongamos que te contradices a ti mismo: ¿y qué? (...) Una tonta consistencia es el hada madrina de las mentes pequeñas (...) Dí lo que piensas hoy con palabras fuertes, y mañana dí lo que pienses mañana, de nuevo con palabras fuertes, aunque contradiga lo que dijiste ayer --‘Con toda seguridad serás malinterpretado’ ¿Y acaso es tan malo ser malinterpretado? Pitágoras fue malinterpretado, y lo fueron Sócrates, Jesús, Lutero, Copérnico, Galileo y Newton, y todo espíritu puro y sabio que alguna vez viviera en carne y hueso. Ser grande es ser malinterpretado”. 


Notas

(1) Isaiah Berlin, "The Pursuit of the Ideal", en The Crooked Timber of Humanity. Princeton University Press,  2013, p. 12.

(2) The Spirit of Compromise. Princeton University Press, 2014, p. 103.

(3) "The Pursuit of the Ideal", p. 13.

(4) "Self-Reliance", en The Works of Ralph Waldo Emerson, vol. 2. Disponible gratuitamente aquí.

1 comentario:

  1. Creo que se confunde coherencia con fanatismo. Aquel estadio ideológico donde se tienen respuestas para toda pregunta y dichas contestaciones no observan cambio alguno.
    Sin embargo, coherencia podría ser también tener el mismo criterio de examen sobre las cosas; por ejemplo, Stephen Hawking siempre ha sido coherente con su manera de reflexionar acerca de la astrofísica, camino que lo ha llevado a corregir sus propuestas en un par de ocasiones.

    ResponderEliminar