lunes, 15 de enero de 2018

No me extraña lo que pasó con Chile y el Doing Business

No me extrañó ni un poco la revelación que hizo Paul Romer, economista jefe del Banco Mundial, según la cual la metodología del famoso índice Doing Business fue alterada de tal modo que arrojara datos desfavorables para la administración Bachelet en Chile. Digo que no me extrañó porque desde hace varios años aprendí a desconfiar de todos esos "índices" que proliferan en el mercado de la información, y que pretenden mostrar mediciones numéricas y objetivas de asuntos tales como la competitividad, el clima de negocios, la libertad económica, etc.

Mi desconfianza tiene dos razones: primero, la dudosa metodología que se aplica en la construcción y el diseño de esos índices; y la segunda, el hecho de que, a mi modo de ver, ellos enmascaran un ejercicio político persuasivo como si fuera una medición objetiva.

Veamos el asunto de la metodología: la mayor parte de esos índices apuntan a medir conceptos o condiciones que no son en sí mismos susceptibles de medición técnica y objetiva. Son, además, conceptos o condiciones sobre cuya definición puede haber numerosos desacuerdos, la mayoría de ellos políticos o filosóficos. Por ello, tanto la definición del concepto o condición, como también el procedimiento para "medirlo", quedan al capricho y arbitrio de quien hace el índice. Definen entonces el concepto o condición de acuerdo con su propia filosofía y proceden luego a descomponerlo en "variables", que van a ser objeto de calificación numérica. En la inmensa mayoría de los casos, esa calificación numérica no es un ejercicio técnico sino una apreciación subjetiva. Y ello ocurre incluso en los casos en que la "variable" está asociada con números concretos. Por ejemplo: la tasa máxima de tributación de un país es una cifra concreta y objetiva: pero es irreductiblemente subjetiva la interpretación de si una tasa alta o baja es, por ejemplo, propicia para el clima de negocios. De modo que no es cierto, como dijo el Banco Mundial al reaccionar a las revelaciones de su propio economista jefe, que los indicadores de su Doing Business "...se basan en datos duros" y que "Los datos objetivos no están sujetos a influencias políticas". Los datos en sí mismos tal vez no: el uso de ellos en la construcción de un índice sí puede estarlo.

Y lo está, y allí viene mi segundo punto: estos supuestos índices son ejercicios de persuasión y argumentación política e ideológica, es decir, buscan defender un ideal y promover unas políticas. Pero al disfrazarlos y presentarlos como un ejercicio de medición se está engañando al público, y se le lleva a pensar que aquello que no es más que un argumento político es en realidad un procedimiento objetivo de medición. Y no tengo objeción con la deliberación política, ni con que se promuevan ideales de sociedad y de gobierno: pero no considero correcto que tales ejercicios argumentativos se presenten con la máscara de una medición técnica. Si a los funcionarios del Banco Mundial les parece que tales o cuales políticas son mejores para los países, que lo digan: escriban ensayos, den conferencias, participen en debates, vuélvanse YouTubers: pero no engañen al público presentando como producto científico lo que no son más que sus creencias personales.

P.D:

Sobre este tema, escribí en 2007 unas notas para el portal Dinero.com, donde hacía una crítica a los índices de libertad económica que producen Heritage Foundation y el Fraser Institute. He condensando esas notas en este ensayo. (Aclaro que yo mismo promoví en Colombia el índice de Fraser, por supuesto antes de haber hecho esas reflexiones).

domingo, 14 de enero de 2018

Medición de la libertad económica: el diablo está en el diseño

Este texto es la fusión casi literal de dos columnas de mi propia autoría, publicadas el 28 de septiembre de 2007 y el 5 de octubre del mismo año en el portal Dinero.com. Las referencias a los índices de libertad económica de Fraser Institute y Heritage Foundation corresponden a las versiones del año 2007.


Habrán oído los lectores de dos índices que se publican anualmente y que miden la libertad económica en varios países del mundo, realizados y publicados de manera independiente por el Fraser Institute de Canadá y por la Heritage Foundation de Estados Unidos. El propósito de dichos estudios es el de calificar numéricamente el grado de libertad económica de cada país, para luego ordenar los países en lista descendente, y mostrar correlaciones con otros indicadores, como corrupción, desarrollo humano, ingreso per cápita, etc.

Estos trabajos merecen un reconocimiento, pues la libertad económica es un valor de suma importancia.

Creo sin embargo que el esfuerzo de construcción de estos indicadores es vulnerable a una crítica conceptual. En particular, considero que estos índices enfrentan desde el principio un problema relacionado con el concepto de libertad económica que utilizan para su metodología, pues al menos en una primera aproximación, es posible encontrar que tanto en el discurso académico como en el político se manejan varios conceptos de libertad económica, no necesariamente armónicos entre sí. En mi opinión, y siguiendo de cierto modo la línea trazada por Isaiah Berlin, creo que estos conceptos diversos pueden agruparse en dos.

El primero concibe a la libertad como ausencia de coerción. Es, por así decirlo, el concepto más usual e intuitivo de libertad. Si otra persona, u otras personas, o el Estado a través de su autoridad, me impiden hacer algo, entonces no soy libre para hacer tal cosa. El concepto de libertad económica significaría, desde este punto de vista, que el nivel de coerción en materias económicas es muy bajo. Y digo muy bajo, porque la ausencia total de coerción no existe sino en los sueños. Si las reglamentaciones me impiden o me dificultan abrir un negocio; si los aranceles o las barreras dificultan mis transacciones comerciales con extranjeros; si la ley limita de manera significativa mi autonomía contractual, puede decirse entonces que mi libertad económica está seriamente disminuida.

De acuerdo con el segundo concepto de libertad económica, la ausencia de coerción no es un criterio suficiente para afirmar que existe tal libertad. Porque, se dice dentro de esta visión, de nada vale que no haya coerción, si los individuos carecen de los medios materiales necesarios para ejercer su libertad. Un representante de la primera visión diría, por ejemplo, que si no existen controles de precios en el mercado de alimentos, en ese mercado hay libertad económica. Pero el representante de la segunda visión objetaría, y diría que hay personas que carecen del dinero necesario para comprar alimentos, luego, por más que no haya controles, estas personas no son libres en ese aspecto. Y generalmente este concepto se presenta de un modo más global, y no meramente con relación a un mercado específico: se dice que la pobreza implica también carencia de libertad económica, pues aunque haya opciones no hay manera de ejercerlas.

Tenemos entonces dos conceptos contrapuestos: uno que concibe la libertad económica como ausencia de coerción, y otro que la concibe como disponibilidad de los elementos materiales necesarios para poder ejercer las opciones que el sistema permite.

¿Cuál es el reto que esto plantea para los índices antes mencionados? Estos tienen una clara orientación liberal en sus bases conceptuales, es decir, muestran en general una inclinación hacia el primero de los conceptos de libertad económica.

El problema radica en que ambos índices incorporan también variables que no corresponden a este concepto, y que, en mi opinión pertenecen a la segunda visión. Es decir, son variables que no miden la ausencia de coerción, sino la existencia de condiciones para ejercer efectivamente la libertad. Pero no incluyen otras que también emergerían de ese segundo concepto, luego la elección parece arbitraria.

El ejemplo que tomaré para ilustrar este argumento es el de la política monetaria: en ambos estudios se considera que una política monetaria sana, es decir, una que controle la inflación, es un elemento de la libertad económica. Pero podría alguien objetar: el nivel de inflación y la salud de la moneda no tienen nada que ver con la coerción o la ausencia de esta. La inflación no ejerce coerción, pero sí implica que las condiciones materiales para la autonomía económica disminuyen. ¿Y si se admite entonces esta variable, por qué no admitir otras que tienen un efecto similar, como la pobreza? Al igual que la inflación, dirá quien objeta, la pobreza impide a las personas ejercer con plenitud sus opciones económicas.

Vemos así, entonces, que los estudios que miden la libertad económica enfrentan un problema conceptual: si bien dichos índices se construyen principalmente sobre un concepto de libertad económica definido como ausencia de coerción estatal en materias económicas, incluyen también variables que parecerían responder a otro concepto, a saber, la existencia de condiciones materiales efectivas para el ejercicio real de la acción económica libre. Sin embargo, tales estudios no incluyen todas las variables que podrían admitirse dentro del segundo concepto, por lo cual su elección resulta arbitraria o caprichosa.

En el índice de Fraser Institute no hay una definición como tal de libertad económica, sino que se dice que ella se compone de varios elementos: libertad de elección personal, intercambio voluntario en el mercado, libertad de entrada y competencia, y protección de las personas y sus propiedades. Es la pura concepción negativa de libertad económica, aderezada con el elemento de la propiedad.
En el estudio de Heritage Foundation, conscientes tal vez de que todas las variables de su interés no encajan dentro del concepto negativo, introducen un matiz: definen la libertad económica como “autonomía material”, y dicen que es un concepto positivo, no meramente definido como ausencia de coerción, sino que incluye también condiciones efectivas, como la vigencia de los derechos de propiedad y la moneda sana. A continuación, sugieren que el tratamiento teórico más adecuado para tales conceptos positivos es el de verlos como “bienes públicos”, es decir, aquellos bienes, como la luz del sol, cuyo disfrute no impide el goce que otros puedan hacer de ellos.

Pero tomemos el caso de la política monetaria, incluida como variable en los dos índices. En ambos estudios, el criterio principal para valorar una política monetaria como buena es la estabilidad de los precios, es decir, niveles de inflación bajos y controlados. Tanto Fraser como Heritage introducen sub-variables de menor peso, ellas sí muy claramente pertenecientes al concepto negativo de libertad económica: posibilidad de tener cuentas en moneda extranjera (Fraser) y ausencia de controles de precios (Heritage).

La variable “política monetaria”, así definida, muy poco tiene que ver con ausencia de coerción. Por el contrario, mide la vigencia de ciertas condiciones reales que permiten un ejercicio efectivo de la autonomía económica. Por tanto, no es fácil justificar su inclusión en estos índices. Como tampoco es fácil, entonces, justificar el que no se incluyan otras condiciones materiales de ejercicio de la libertad.

Signo de dicha dificultad es que, al intentar justificar la inclusión de la variable, ambos estudios recurren a metáforas, una de ellas, la de Heritage, muy errónea e infortunada: “El dinero lubrica las ruedas del intercambio” (Fraser); “La libertad monetaria es a la economía de mercado lo que la libertad de expresión es a la democracia” (Heritage). Luego, cada uno explica, en sus propias palabras, que las actividades económicas resultan muy difíciles allí dónde no hay una moneda sana. Cosa muy cierta; pero, podría decir un crítico, nada tiene eso que ver con el concepto de “libertad”: una cosa es ser libre de salir en mi automóvil, y otra muy diferente es que las calles estén bien pavimentadas. Y el crítico podría ir más allá, y decir que, si se acepta que dentro del concepto de libertad económica puede haber variables que midan, no ausencia de coerción, sino posibilidad efectiva de ejercicio de la autonomía, deberían incluirse también otras como el nivel de ingresos, el nivel de educación, el acceso a salud y servicios públicos, etc. Si dentro de mi definición de “libertad de salir en automóvil” entra la variable “calles bien pavimentadas”, debería también entrar “tenencia de automóvil”.

El matiz que introduce el índice Heritage no resuelve el problema, sino se limita a ponerlo en evidencia, pues, dado que allí mismo se reconoce que el concepto de libertad económica puede incluir derechos de orden positivo y bienes públicos, resulta más difícil aún explicar por qué se seleccionan algunos de estos y otros no. Un economista familiarizado con la iniciativa de las “Metas del Milenio”, por ejemplo, podría proponer un cierto ramillete de “bienes públicos” que escandalizarían a la Heritage Foundation. Todo el ejercicio queda entonces muy vulnerable a la crítica de que no es más que una construcción ideológica: es la ideología la que dicta qué conceptos positivos se admiten y cuáles se rechazan. El uso del concepto “libertad económica” queda entonces cuestionado en su legitimidad teórica.


lunes, 18 de diciembre de 2017

Invitación a la incoherencia

A la coherencia se le trata como la virtud por excelencia en lo moral, en lo político, y en la vida cotidiana. A quien se considera coherente se le valora y se le admira por eso. Y quien se considera a sí mismo coherente se enorgullece de ello, y lo exhibe como prueba de su carácter virtuoso. “Lo que más le admiro es la coherencia”. “De él pueden decir lo que sea pero al menos es coherente”. “Siempre ha sido coherente, de una pieza”. “Uno tiene que ser por lo menos coherente”. “Yo siempre he sido coherente”. Cualquiera de nosotros ha oído estas frases y otras similares repetirse en los ámbitos del discurso cotidiano, de los juicios morales y de la política. En esto, creo, nuestra sociedad está profunda y gravemente equivocada.

Y ese error, ese error que se repite y que aprendemos a repetir, nos sería más evidente si nos detuviéramos a pensar en lo que de verdad implica esa admirada coherencia. Veríamos, por ejemplo, que para ser coherente o consistente hay que renunciar al ejercicio de facultades humanas que son, ellas sí, verdaderamente virtuosas. Y veríamos, además, que en aquellos dos ámbitos donde más se admira la coherencia y más se presume de ella, el moral y el político, la coherencia es o imposible o es falsa: esto por cuanto en el mundo mismo de la moral y de la política no hay coherencia ni armonía; lo que hay es diversidad, complejidad, y permanente choques de perspectivas, valores, y expectativas. Los hay incluso dentro de cada persona individualmente considerada.


Para ser coherente hay que renunciar al ejercicio de verdaderas virtudes

Cuando se admira o se valora a alguien por ser coherente, generalmente esto obedece a que dicha persona:


  • Ha sostenido sus posiciones de manera inalterada a lo largo del tiempo.
  • Ha defendido el mismo conjunto o sistema de ideas.
  • Expresa con convicción firme esas ideas que ha sostenido y preservado.
  • Frente a diferentes circunstancias (sobre todo en asuntos políticos) tiene siempre las mismas respuestas. 
  • Frente a problemas morales múltiples y diferentes, mantiene siempre los mismos principios y produce siempre juicios similares.


El problema radica en que, para poder alcanzar esa coherencia, hay que renunciar al ejercicio de ciertas capacidades humanas. Y hay mucha más virtud en esas capacidades y en su ejercicio que en la consistencia que resulta de la renuncia a las mismas. Esas capacidades son:


  • La disposición a cambiar: esta capacidad suele implicar grandes esfuerzos y sacrificios, pero sin ella es imposible el progreso humano, individual, moral, político y material.
  • La capacidad de autocorrección: esta es una aplicación muy especial y valiosa de la disposición al cambio. Prácticamente en todos los ámbitos, sólo sobreviven, crecen, se enriquecen y triunfan aquellas personas, aquellos sistemas de ideas, y aquellas sociedades que son capaces de reconocer que van por un curso erróneo, y ellas mismas decidir corregirlo. 
  • La capacidad de ver cada caso con sus particularidades y su contexto: cada situación humana, cada situación social y política, tiene un contexto y unas particularidades que la hacen única; y aunque las experiencias de situaciones anteriores son valiosas, y siempre es necesaria la aplicación de principios, nociones y reglas generales, la persona sabia y prudente examina los rasgos y el contexto de cada situación, y los tiene en cuenta antes de emitir sus juicios. Claro, ello es difícil, requiere más trabajo, y puede producir a veces la angustia de no tener lo que a la mayoría de los humanos tranquiliza: respuestas inmediatas, fáciles de digerir, y que satisfagan lo que ya creemos. Siempre se la ganarán más fácil (sobre todo en el mundo moral y político) quienes ante cada nueva situación tiene respuestas preelaboradas. Pero esas respuestas van a ser necesariamente mediocres, estériles e inexactas. 
  • La capacidad de escuchar: he notado que quienes presumen de coherentes son los primeros en hablar, y esto es entendible: la persona coherente no necesita escuchar, porque ya sabe lo que cree. Pero escuchar es la mayor de las virtudes del ser humano en su dimensión deliberativa, la cual va desde las conversaciones con nuestros amigos hasta nuestras decisiones políticas: el ejercicio aquel de reconocer lo particular de cada situación y su contexto, por ejemplo, es imposible sin una disposición a escuchar y a aprender. Inmensos y costosos errores se han cometido en la vida humana y en la vida política por la falta de voluntad de escuchar. 
  • La disposición a incorporar otras perspectivas: la persona que presume de coherente se apega a lo que piensa, y por ello su pensamiento nunca se enriquece. Las ideas se enriquecen y se multiplican en el contacto con otras: porque se ponen a prueba, porque corrigen sus deficiencias, porque potencian sus virtudes, y porque incorporan nuevos aportes que les abren nuevas posibilidades. 
  • Y por supuesto, el esfuerzo de pensar: no hay nada más fácil que ser coherente. Basta con apegarse a una misma idea y aplicarla a cada circunstancia. No hay que pensar mucho, y pensar es difícil. De hecho es una de las actividades que más consume energía, y que, siguiendo el famoso modelo de Daniel Kahneman, más requiere la intervención de esas funciones no automáticas de la mente que tanto trabajo nos cuesta activar. 


Por ello, cuando alguien presume ante mí de ser coherente, y espera que por eso le vea como persona virtuosa o admirable, yo veo a alguien cerrado, que le tiene miedo o pereza al cambio, que no le gusta escuchar, que no se interesa en otras perspectivas, y que prefiere ahorrarse el esfuerzo de pensar. Y en eso no veo nada de virtud.

La coherencia es imposible en el universo moral y político

La coherencia moral y la coherencia política serían más sensatas, y de hecho serían una virtud admirable, si el universo mismo al que se refieren fuera coherente, fuera consistente, y no hubiera dentro de él ningún asomo de choque o contradicción. Pero basta una mínima experiencia de vida para darse cuenta de que ello no es así: los ámbitos de lo moral y lo político se caracterizan, precisamente, porque en ellos no existe una consistencia total y armónica: los conflictos de creencias, valores, expectativas y perspectivas son por el contrario el elemento más característico de estos ámbitos.

En cualquier sociedad, las visiones, las expectativas y los valores son múltiples y no son necesariamente armónicos. De hecho chocan todo el tiempo, y el hecho de que choquen, como observaba Isaiah Berlin, no significa que uno de ellos sea el correcto y los demás incorrectos. De hecho, ni siquiera podría afirmarse que una de las perspectivas en conflicto es buena, deseable y bien intencionada en perjuicio de las demás (1). La realidad de la vida política y social es la contraria: creencias, valores y perspectivas que chocan todo el tiempo, y son todas ellas valiosas y bien intencionadas. Por eso, las sociedades se ven obligadas todo el tiempo a tomar decisiones, a hacer sacrificios y a buscar acuerdos: en una sociedad deliberativa y democrática, no hay posibilidad alguna de avanzar si no hay ejercicios conjuntos en los que cada sector cede en algo. Y el producto terminado de la buena deliberación social social siempre es imperfecto, discontinuo, irregular e incoherente. Lo contrario, las soluciones armónicas, consistentes y continuas, sólo se pueden construir mediante la represión. Como dicen Amy Gutmann y Dennis Thompson, la incoherencia interna de los acuerdos sociales y políticos debería ser un indicador de éxito de los mismos, pues “indica que el proceso democrático respeta los diferentes principios y valores que compiten entre sí” (2).

Y nada diferente sucede en el mundo moral individual: no hay mayor mentiroso que quien presume de su propia coherencia moral. Toda persona ha experimentado dentro de sí misma el conflicto entre diferentes valores. Y al igual que ocurre en el ámbito social y político, ello no significa que en ese conflicto se pueda fácilmente designar al bueno y al malo, al correcto y al incorrecto: de hecho, una de las grandes dificultades de la vida humana consiste en que todo el tiempo, dentro de cada uno de nosotros, entran en colisión valores o aspiraciones que son igualmente buenos y dignos de consideración. Para citar nuevamente a Isaiah Berlin, “Los conflictos de valores son parte de la esencia misma de lo que somos, y de lo que son los valores” (3). Aspirar a ser moralmente coherente es un empeño vano, que solo conduce a la farsa o al sufrimiento. A lo que sí podemos y deberíamos aspirar, pues es un empeño grato aun cuando es difícil, es a volvernos buenos administradores de la incoherencia natural de nuestro mundo moral: a ser prudentes, a ejercer el autocontrol, a tener consideración por los demás, y a ser buenos negociadores con nosotros mismos: a saber cuándo y en qué circunstancias un valor o una aspiración debe ceder total o parcialmente en virtud de un objetivo.

Incoherencia de la mala

Por supuesto, hay ciertos tipos de incoherencia que sí merecen rechazo, pues no son motivados en el ejercicio de las virtudes que aquí hemos enumerado, sino que obedecen a motivaciones deshonestas. Caso por excelencia es el del político que con frecuencia cambia de bando o de posición, no como producto de un examen interno de sus ideas, no por la consideración de nuevas circunstancias, sino porque espera obtener favores políticos, personales o monetarios derivados de su cambio de opinión.

Sin miedo a la incoherencia

Esta es una invitación a perder el miedo a ser llamado incoherente. Una invitación a que exhiban con orgullo su incoherencia, como evidencia de que son personas que hacen el esfuerzo de pensar; que tienen capacidad de cambio, de autocrítica y de autocorrección; que tienen la disciplina de estudiar el contexto de las situaciones antes de pronunciarse sobre ellas; que escuchan con atención y tienen siempre la disposición de aprender; que se interesan por las perspectivas de los demás, y las utilizan para enriquecer las suyas propias; y finalmente, que tienen la capacidad de vivir sin represión de sus propios conflictos internos de valores y aspiraciones, y más bien los administran con prudencia y sensatez.

Es una invitación a escuchar a Emerson, quien en un famoso ensayo hizo un llamado similar:

“Supongamos que te contradices a ti mismo: ¿y qué? (...) Una tonta consistencia es el hada madrina de las mentes pequeñas (...) Dí lo que piensas hoy con palabras fuertes, y mañana dí lo que pienses mañana, de nuevo con palabras fuertes, aunque contradiga lo que dijiste ayer --‘Con toda seguridad serás malinterpretado’ ¿Y acaso es tan malo ser malinterpretado? Pitágoras fue malinterpretado, y lo fueron Sócrates, Jesús, Lutero, Copérnico, Galileo y Newton, y todo espíritu puro y sabio que alguna vez viviera en carne y hueso. Ser grande es ser malinterpretado”. 


Notas

(1) Isaiah Berlin, "The Pursuit of the Ideal", en The Crooked Timber of Humanity. Princeton University Press,  2013, p. 12.

(2) The Spirit of Compromise. Princeton University Press, 2014, p. 103.

(3) "The Pursuit of the Ideal", p. 13.

(4) "Self-Reliance", en The Works of Ralph Waldo Emerson, vol. 2. Disponible gratuitamente aquí.

lunes, 6 de noviembre de 2017

Evan Osnos y Ezra Klein conversan sobre Corea del Norte

Dos de mis periodistas favoritos, Evan Osnos y Ezra Klein, conversan en este podcast sobre el problema de Corea del Norte (y otros). Osnos es un conocedor muy profundo de la cuestión, porque vivió en China muchos años y reportó sobre la política regional, y además porque ha estado en Corea del Norte y ha entrevistado a miembros de la élite norcoreana. De la conversación me quedan unas reflexiones:

* Una de las alternativas en este problema (tal vez la única posible en la práctica) es que se establezca un equilibrio disuasivo entre Estados Unidos y Corea del Norte, análogo (guardadas las diferencias) al que existió en la Guerra Fría: nadie dispara, porque ambos saben que disparar significaría su propia destrucción. Pero al parecer hay en Estados Unidos una fuerte resistencia a esta alternativa porque se le ve como una especie de derrota, como si hubieran sido doblegados por una pequeña nación necia y agresiva. Son esos prejuicios los que, en muchos casos, impiden las salidas negociadas o los equilibrios pragmáticos que evitarían el desencadenamiento de conflictos.

* Otro de los obstáculos a una solución de este tipo parece ser la obsesión con lo que en la entrevista llaman "big fix", la idea de que para la crisis debe haber una gran solución, una salida omnicomprehensiva que resuelva el problema de manera definitiva y en todas sus dimensiones. Este mito solo puede venir de la inexperiencia. Cualquiera que haya observado cómo se logran las soluciones en asuntos públicos, y cómo se mide el éxito en política, sabe bien que las soluciones óptimas son imposibles. De hecho lo son en cualquier ámbito, pero más en el ámbito de lo público, donde los resultados dependen también de las acciones y decisiones de otros, y de un sinnúmero de condiciones objetivas. En las palabras del escritor y estadista británico George Cornwall Lewis, cuando aconsejaba al joven Gladstone, "Gobernar es un asunto muy difícil: hay que contentarse con resultados muy insatisfactorios".


viernes, 3 de noviembre de 2017

Ya ni siquiera se molestan en negar las acusaciones

A tal punto ha llegado el descaro con la politiquería y la corrupción, que sus protagonistas, tanto en el Congreso como en el Gobierno, ya ni siquiera se molestan en desmentir las acusaciones de corrupción cuando estas emergen. Ya ni siquiera se toman el trabajo de decir que las acusaciones son falsas y defender su conducta. Y me refiero a la conducta institucional, no la personal (por ahí el descaro ya pasó hace rato): es decir, ni Gobierno, ni Congreso, ni los partidos políticos, son ya capaces de defender su honor y su conducta ante los señalamientos.

Dos casos:

1. Una senadora organiza un debate donde señala a un partido político de estar realizando alianzas en todas las regiones del país con los clanes politiqueros más cuestionados. Y departamento por departamento muestra nombres. Vinieron luego las intervenciones de los congresistas. Le dijeron que era una gritona, que los respetara, que esa no era la manera de hablar, etc. Nadie dijo que sus denuncias fueran falsas.

2. La nueva directora del Sena denuncia que se ha utilizado el presupuesto de la entidad, a través de multimillonarios contratos, para hacer politiquería y para favorecer económicamente a ciertas personas y grupos. Además de declararla insubsistente (es decir, echarla, ni siquiera pedirle la renuncia), el Gobierno, que debería responder por el modo como se maneja una de sus más grandes e importantes entidades, acusa a la funcionaria de no haber seguido el conducto regular de la denuncia, y el funcionario más directamente implicado, el secretario general de la presidencia, dice que ella ya sabía de esos contratos. Pero no niegan lo que dice. No dicen que lo denunciado sea falso. Y no lo pueden decir porque seguramente no tienen elementos para sostenerlo. Y porque este Gobierno, débil y postrado como pocos ante el hambre de los clanes políticos, no puede más que tolerar sus maniobras y dejarlas pasar.


miércoles, 18 de octubre de 2017

¿Le preocupa que las Farc lleguen al poder en 2022? Esto es lo que haría que eso suceda

Si a usted le preocupa que las Farc y sus aliados lleguen al poder, y empiecen a desarrollar en Colombia políticas similares a las de ese desastroso gobierno de Venezuela que ellos tanto admiran, pregúntese lo siguiente: ¿qué es lo que haría que los colombianos, eventualmente, opten por una alternativa política radical como esa? A mi parecer, son dos cosas:

1. Que el desprestigio del sistema actual y sus instituciones siga creciendo, y llegue a niveles ya intolerables.

2. Que la gente se convenza de que el sistema es incapaz de autorreformarse: que la solución no va a venir desde adentro.

La conjunción de estos dos factores fue lo que llevó a los venezolanos a optar por Chávez en 1999. De hecho, ya los había llevado a ver favorablemente su violenta tentativa de golpe de Estado del 4 de febrero de 1992. Los venezolanos estaban hastiados de la corrupción en el gobierno, en el legislativo y en la justicia. Y se convencieron de que el sistema no se iba a reformar a sí mismo.

Un escenario así podría presentarse en Colombia en 2022. Ya los niveles de desaprobación de las instituciones están en niveles críticos y las alcanzan a todas: Congreso, Gobierno, y Justicia. Las altas cortes, que algunas vez fueron vistas con respeto, y fueron consideradas baluarte de dignidad, ya también revelaron una gran faceta corrupta, y han perdido la credibilidad. Usted, lector, podría replicar que las Farc también tiene alta desfavorabilidad: yo le pediría que no mire el número sino la tendencia: mientras la imagen desfavorable de las instituciones públicas va en aumento, la imagen desfavorable de las Farc ha venido cayendo desde junio de 2015, cuando estaba en 93%, y desde febrero de 2016 nunca volvió a estar por encima del 90% (Gallup Poll).

Solo nos queda un recurso, y es mostrar que el sistema puede autorreformarse. Por eso, creo y sigo creyendo que el verdadero "gobierno de transición" sería uno que exacerbe la descomposición y la corrupción institucional, y haga perder a los colombianos la fe en que desde adentro nos podemos reformar. Perdida esa fe, se le abrirá la puerta a las alternativas radicales. 

jueves, 5 de octubre de 2017

"Compromise": el arte de lo posible vs. lo ideal (en la política, en las relaciones humanas, en la acción individual)

El 22 de marzo de 1775, en la Cámara de los Comunes de Londres, un parlamentario pidió la palabra para hacer una propuesta y presentar los argumentos en su favor. El momento era de extrema tensión, pues el Imperio Británico enfrentaba un singular desafío: la insurrección de las colonias norteamericanas. Ante este tipo de hechos, los imperios suelen reaccionar instintivamente mediante el uso de su poder, empleando su fuerza para aplacar los ánimos rebeldes. Y se vuelve casi una herejía sugerir lo contrario. Pero ese día de marzo quien tomaba la palabra no era un parlamentario cualquiera: era Edmund Burke, quien pasaría a la historia como filósofo y pensador. Él se permitió la herejía: él se permitió sugerir un camino diferente al uso de la fuerza frente a la rebelión norteamericana. Propuso el camino del compromise.


Compromise es esa magnífica expresión del habla inglesa, rica a más no poder en significado, para la cual nos hace falta un equivalente en el español (así lo expliqué en una columna reciente). Y hace falta porque, pese a que en español tenemos expresiones que se aproximan a aspectos parciales de lo que significa compromise, ninguna de ellas alcanza su riqueza expresiva. Tal vez porque significa mucho más que un simple hecho, mucho más que una acción o el producto de ella. Lo que significa realmente es una filosofía de vida, una actitud frente a los problemas, en especial frente a aquellos que entrañan el conflicto entre valores diversos, o el eterno conflicto entre lo ideal y lo posible. Es, como dice John Carlin, “una actitud práctica y generosa frente a la vida”.


Podríamos decir, resumiendo un poco, que en sentido estricto la expresión compromise designa principalmente dos cosas. Como verbo, significa el acto, bilateral o colectivo, de solucionar un problema mediante un acuerdo cuya característica es que las partes deponen algunos de sus intereses. En el ámbito individual, también significa buscar una solución renunciando a parte de lo que son los intereses propios. Y como sustantivo, significa el acuerdo o la solución emanados de ese acto.


Pero como decíamos antes, la expresión encierra una sabiduría que va mucho más allá: es la sabiduría de lo posible, de lo práctico, de lo conveniente, y de la renuncia a lo ideal en pos de lo que es bueno y alcanzable. A nivel de sociedad, o a nivel de un grupo humano cualquiera, necesitamos hacer compromises para poder vivir juntos, pues la realidad de cualquier grupo humano es la diversidad de visiones y perspectivas sobre todos los temas. En las relaciones bilaterales, sean estas entre personas, entre Estados, entre organizaciones o entre empresas, la cooperación solo es posible si hay disposición, en cada una de las partes, a renunciar a su visión ideal de las cosas, para poder unir fuerzas con los demás en virtud de alcanzar logros u objetivos que, si bien pueden distar en algo del ideal originario, son sin embargo logros concretos y tangibles, benéficos para todos.


Pero este concepto, usualmente entendido en el ámbito de la política y las relaciones sociales, tiene también una poderosa relevancia en la esfera de la acción individual. Y la tiene por dos razones.


Primero, porque no es necesario ir al mundo de las relaciones sociales para encontrar diferencias, desacuerdos, conflictos entre valores, y divergencias entre perspectivas sobre cómo actuar. Ese mismo mundo, a veces caótico, lo encontramos dentro de cada individuo: dentro de mí hay multitudes, dice Walt Whitman. Cada ser humano siente y ha sentido cómo dentro de sí mismo se libran conflictos, no entre lo bueno y lo malo, no entre lo correcto y lo incorrecto, sino entre valores, visiones y perspectivas que son igualmente buenos pero no siempre compatibles. “Los valores fácilmente pueden chocar dentro del corazón de un individuo, y si así sucede, de ello no se sigue que unos sean verdaderos y otros falsos”, escribió el filósofo Isaiah Berlin. Y solo hay una manera posible de administrar ese constante enfrentamiento de valores, y es tomar decisiones; y cada decisión implica renunciar a algo, así sea parcialmente. Cada decisión implica un compromise.


Y segundo: porque con frecuencia, en nuestras acciones y en nuestros propósitos, los individuos nos vemos enfrentados al conflicto entre lo ideal y lo posible: entre la satisfacción absoluta e integral ( y seguramente inalcanzable) de un objetivo o un valor, o la renuncia a parte de él en virtud de alcanzar y consolidar logros que, si bien son imperfectos, son reales y tangibles. Y un acto de compromise, un acto de negociación consigo mismo, consiste en reconocer aspectos en los que podríamos ceder con respecto al ideal, para lograr un resultado que termine siendo, no solo beneficioso, sino concreto.


A un dilema similar pueden también enfrentarse las organizaciones y los gobiernos. Así, por ejemplo, para un imperio como el británico, el ideal en 1775 era la sumisión ininterrumpida e incuestionada de sus colonias: y ante un hecho de insurrección, el ideal era la restauración total de dicha sumisión. Pero hay un camino de sabiduría, y este no conduce a lo ideal sino a lo que es posible, concreto y bueno. Así, Edmund Burke, en ese discurso del 22 de marzo de 1775, propuso al Imperio Británico un camino de compromise: desistir de la pretensión de restaurar la sumisión absoluta, y buscar en cambio un entendimiento negociado con las colonias para que ellas siguieran haciendo parte del imperio, aun cuando en términos diferentes. Concediéndoles, por ejemplo, alivios en impuestos, y mayor participación en el gobierno. Renunciar al ideal en pos de un logro concreto: el de mantener una unión que era muy beneficiosa para Gran Bretaña.

Porque la sabiduría está en entender, como dijo Burke en aquel discurso, que “...todo provecho humano, toda virtud y todo acto prudente, se basan en el compromise y en el intercambio: balanceamos inconvenientes, damos y tomamos; renunciamos a algunos derechos para poder disfrutar de otros...”. A Burke no lo escucharon. Y resultado de ello fue el desastroso empeño del Imperio Británico por someter a los norteamericanos. Empeño que terminó en la declaración de independencia, la pérdida absoluta de las colonias, y el dolor de una fallida guerra de sometimiento.